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EL ESPECTACULO DE LA SOCIEDAD MANSA

Vivimos en un momento de innegable derrota moral, de mansedumbre y de ceguera. La sociedad mansa.

Esta epidemia es difícil de desentrañar, pero no por lo virológico sino por sus efectos sociales y sus consecuencias políticas. La sociedad mansa.

En 1.967, Guy Debord, escribía “Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presentan como una inmensa acumulación de espectáculos”.

La solidaridad convertida en espectáculo, se reduce al gesto de aplaudir cada día a las  ocho o a las nueve de la noche según el caso.

El confinamiento cosifica nuestra forma vincular más asfixiante, más conservadora y con menos capacidad de movilización – la familia nuclear- ahora glorificada como un dispositivo de resiliencia frente al contagio.

La educación, que para ser significativa requiere un espacio físico, de intercambio fructífero, deriva en mero ejercicio a distancia, sin motivación, sin interés y sin sentido.

Es la muerte agonizante del pensamiento crítico.

Personas en un cisma absoluto con la Realidad, entonan “Resistiré” y suben el volumen de sus altavoces porque ya no tienen palabras.

Consejos que se repiten como un mantra en boca de una horda de psicólogos positivos, coachs ontológicos, psiquiatras mediáticos: mantener la rutina, hacer cosas, llenar el día, etc.

Es peligroso frenar la compulsión, entregarse a la pausa y a la observación. Y así acudimos a la “Economía de Netflix, del atracón sin importar qué comemos (series,  circo, cine, museo etc.) porque la lógica del atracón esconde algo tan triste como llenar un vacío que jamás podrá ser saciado.

Desde nuestras casas duplicamos el modelo hiperproductivo que implica no solo consumir la producción de contenido, sino exhibir(se) más que nunca en las redes sociales, en plataformas digitales, implorando que nos vean, queriendo gozar de una idéntica viralidad a la del virus, convertido éste en el influencer perfecto: omnipresente, global y narcisista.

Pero este deseo voraz de consumo y de ser consumido, comienza a buscar sitio fuera del clausurado espacio comercial.

El sistema proporcionó el giro perfecto: el consumo emocional.

Las consecuencias son alianzas frívolas que no llegan a fraguar, puntuales y estratégicas (aplaudir, firmar una petición, versionar una canción) acompañadas de un llamado a la unión. Todas ellas, cercanías líquidas, anecdóticas, ansiosas y efímeras.

Un mero estado afectivo entre anónimos, que apenas dura algunas horas para luego ser eliminado. Nadie sabe quién es quién, y en el fondo da igual.

Lo importante es la opinión y la emoción, ver y ser visto, estar en-el-momento-presente. El fetiche del mindfulness encastra como un mesías en el imperio de la incertidumbre.

Pero lo que más abunda y precede a la cuarentena, es la obsesión con uno mismo.

La gente obnubilada con la gestión de sus emociones, no solo desarrolla un mecanismo de cosificación de su mundo interior que podrá ser medido, monitoreado y corregido con apps diseñadas para tal efecto, sino que estas personas que se auto-ayudan, se auto-calman y se auto-convencen de que pueden ser felices a voluntad y de que todo depende de su “autoestima” y su “resiliencia”, suelen ser personas con una capacidad disminuida para sentir empatía y para ponerse en el lugar de los demás, para imaginar el mundo de forma colectiva e interdependiente.

Y así es como se puede diezmar con la eficacia de un genocidio invisible, tecnocrático y limpio, a poblaciones sosegadas, reflexivas y pausadas.

¿Cómo recuperará la ciencia y la tecnología la cercanía, el afecto, la sociabilidad, la comunidad habiendo sido las responsables de erosionarlas con su autoritarismo y su narrativa excluyente y totalizadora?

¿Qué vínculo o dinámicas afectivas puede proponer la digitalización, que, desde su más temprano surgimiento, bajo la apariencia de conectividad suprema nos ha fracturado esencialmente?

Como apuntaba el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez, no será la disyunción sino la conjunción de saberes lo que nos salve.

Y ojalá nos salve también de este virus, que tenebroso, colonizador y asfixiante, se ha convertido ya en la metáfora más fantástica y más lúgubre de nuestro tiempo.

El espectáculo de la sociedad mansa.

Dulcinea Tomás Cámara
Antropóloga, Investigadora de la Universidad Politécnica de Madrid
Publicado en Revista Ñ – Nº864 

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